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En el entorno universitario actual, caracterizado por la implantación de un sistema educativo basado en los principios de Bolonia se centra en el aprendizaje por competencias

 

Durante muchos decenios el título universitario era un factor de diferenciación social y cultural. En algunos casos, era sinónimo de prestigio y en otros, un requisito mínimo para acceder a determinados puestos de trabajo. Una minoría podía acceder a una licenciatura o ingeniería y esto se visibilizaba en el reconocimiento público, en las responsabilidades profesionales y en las condiciones laborales.

Actualmente, también existe una correlación entre la disposición de un título universitario y la posición en el mercado de trabajo y el prestigio social. Por ejemplo, los universitarios tienen, de promedio, tasas de paro muy menores, una media salarial superior y una mejor posición dentro de una empresa que los que no tienen estudios superiores. Pero la consolidación de los ciclos formativos, por un lado, y la ampliación de la oferta de másters y postgrados ha desdibujado algo el papel del título universitario equivalente a lo que ahora denominaremos titulo de grado, gracias al acuerdo de Bolonia.

El siguiente paso de los nuevos títulos de grado pasa por la diferenciación basada en las competencias ofrecidas por parte del centro académico y la percepción que pueda tener el alumnado de secundaria –potencial universitario- de esta oferta.

En el proceso general de diseño, implantación y evaluación de los nuevos planes de estudios, centrado en el aprendizaje de competencias al que nos ha abocado la implantación del espacio europeo de educación superior (EEES), se nos plantean múltiples interrogantes.

Casi ineludiblemente, las primeras cuestiones a las que tratamos de dar respuesta se relacionan con qué competencias deben ser adquiridas en una determinada titulación y con cómo han de ser demostradas dichas competencias.

Los nuevos títulos de grado y posgrado definen con la mayor claridad posible las competencias, es decir, los conocimientos, las conductas y aptitudes que deben ser adquiridos o puestos en práctica en el ejercicio profesional para el que se capacita con la titulación.

 

La competencia debe ser observada desde dos contextos que, aunque diferenciados, están orientados a encontrarse o aproximarse: el mercado laboral y la universidad. La diferencia básica entre el grado de dominio de la competencia que el egresado demuestra en el ejercicio profesional y el que el discente debe adquirir en el marco general de un plan de estudios es que, mientras que en el primer caso este dominio es y debe ser aplicado en una situación real, en el segundo caso se demuestra, en la mayoría de las ocasiones, mediante modelos simulados. La responsabilidad del docente no solamente recae sobre su parcelada tarea de enseñar unos conocimientos o desarrollar unas determinadas habilidades en el estudiante, sino que, también, ha de comprobar y valorar el grado de aprendizaje del discente para asegurar el éxito en este encuentro entre el contexto universitario y el medio profesional.

 

La apuesta de los grados ya no puede ser más el título –que pierde fuerza- sino los conocimientos y habilidades que permiten desempeñar adecuadamente una tarea profesional, es decir, la disposición de determinadas competencias.

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